La ley divina, objeto del amor apasionado del salmista y de todo creyente, es fuente de vida.

La ley divina, objeto del amor apasionado del salmista y de todo creyente, es fuente de vida. El deseo de comprenderla, de observarla, de orientar hacia ella todo el propio ser es la característica del hombre justo y fiel al Señor, que la “medita día y noche”, como recita el Salmo 1 (v.2); es una ley, la de Dios, que hay que tener “en el corazón” como dice el conocido texto del Shemá en el Deuteronomio. Dice: “Escucha, Israel: ...Graba en tu corazón estas palabras que yo te dicto hoy. Incúlcalas a tus hijos, y háblales de ellas cuando estés en tu casa y cuando vayas de viaje, al acostarte y al levantarte” (6, 4.6-7). Centro de la existencia, la Ley de Dios exige la escucha del corazón, una escucha hecha de obediencia no servil, sino filial, confiada, consciente.

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