La vida nueva y eterna es fruto del árbol de la cruz
La intervención de
Dios en el drama de la historia humana no obedece a ningún ciclo natural,
obedece solamente a su gracia y a su fidelidad. La vida nueva y eterna es fruto
del árbol de la cruz, un árbol que florece y fructifica por la luz y la fuerza
que provienen del sol de Dios. Sin la cruz de Cristo toda la energía de la
naturaleza permanece impotente ante la fuerza negativa del pecado. Era necesaria
una fuerza benéfica más grande que la que impulsa los ciclos de la naturaleza,
un Bien más grande que la creación misma: un Amor que procede del «corazón»
mismo de Dios y que, mientras revela el sentido último de la creación, la
renueva y la orienta a su meta originaria y última.
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